Caminamos mirando el suelo. La mayoría de los humanos lo hacemos, quizás por no volver a tropezar con aquella dichosa piedra, porque tengamos que confirmar que nuestros pasos van sobre seguro, que ningún charco mojará nuestros pies o ningún abismos nos espera con los brazos abierto. Caminamos mecánicamente por los caminos conocidos, por los que son de cada día, mientras nuestros pensamientos nos acompañan con esas rutinas que todo lo inundan, revoloteando en nuestra inconsciencia.
Lástima.
Lástima porque la naturaleza pone a nuestro alcance cada día, cada momento, una coreografía de colores, olores y luces a nuestro alcance. Como el florecimiento de los almendros en Cádiar y Lobras. Puede valer como excusa para no mirarlos que es algo cíclico, que se repite cada año y que a ojos vistas no hay diferencias significativas de una vez a otra. Es cierto. ¿Pero por estos motivos no vamos a deleitarnos con tan maravilloso espectáculo?. Es imposible no hacerlo, pasar indiferente por entre sus tonos rosados o blancos puros, por esos volúmenes redondeados y suaves de unos árboles que tan acostumbrados nos tienen a mostrar sus escuálidos y retorcidos esqueletos. Notar como el viento frío aun invernal hace que se balanceen sobre su tronco, todos al unísono, soltando al aire algún que otro pétalo.
No puedo describir con mis palabras escritas tanta belleza. Quizás lo puedan hacer mejor con mis fotos.
Pero sí que puedo animaos a los que tenéis entradas en primera fila a levantar la vista del suelo, a observar conscientemente cuanta belleza os rodea, porque sois unos verdaderos privilegiados y sería injusto para los que no estamos allí que desperdiciéis esas sublimes escenas.