Una mochila rosa apagado, con un bolsillito poco agraciado en la parte de abajo delantera, era azul como sin brillo. Los colores no representaban para nada la luz cálida, cándida, que emitia esta bolsa tan especial de uso escolar. Era una de esas que se cierra con una gran solapa superior enganchada con un broche plateado. La decoraba un dibujo de un caballo blanco alado que dejaba una bonita estela con la forma y el brillo del arcoiris. Eramos pequeñas, yo y mi mochila. La llenaba de libros, libretas, estuches, buenos ratos, risas complices, ojos atentos y la cerraba; sobre un solo hombro bajábamos al comedor. Tomaba mi desayuno. Y de nuevo en el mismo hombro, seguíamos bajando, a cada escalón se intensificaba el olor a café, el tintineo de tazas y platos, las voces de obreros que parecían ofuscados. Al abrir la puerta todo este pequeño mundo se multiplicaba por mil. Manos que acariciaban mi cabeza nos acompañaban hasta la puerta de la calle, una mirada hacia detrás de la barra y un gesto de adiós.
El aire fresco y el sol directo hacía que mi mirada se dirigiera durante unos instantes al asfalto, apreciando las sombra duras que dibujaba caprichoso. Al levantar la vista otros niños caminaban con nosotros; sus voces, sus sonrisas, sus caritas de recién despertados, nuestras mochilas al hombro. Recorríamos tranquilos pero sin pausa las dos calles que nos llevaban hasta la Escuela. Recuerdo ese trayecto, tranquilo, en paz, nuestras conversaciones circulaban alrededor de juegos y chascarrillas de la tarde anterior o sobre novelas televisivas y series de dibus que eclipsaban a toda la familia, grandes y pequeños.
Al atravesar la cancela principal el ambiente se transformaba, el color de cielo se volvía más sólido, la melodía de la mañana se alimentaba de un griterío pueril que fácil te cogía de la mano y dificilmente te soltaba hasta bien entrado el día, el oxigeno reafirmaba su composición molecular a cada paso, era como si cruzaras a un universo paralelo, dónde la estrella de Cheriff dorada y reluciente cambiaba de camisa, ahora los máximos mandatarios eran esas personas estiradas y lejanas, había excepciones pero en mi caso eran los menos, a los que llamábamos maestros. El único lazo de unión, cordón umbilical, con mi mundo de origen era esa mochila. En ella se encontraba el totem de mi hogar.
Cuando el patio de recreo quedaba atrás un pequeño porche enmarcado por un sencillo arco blanco nos daba la bienvenida. Eran dos, uno para dar entrada a las aulas de tercero, cuarto y quinto, a los niños chicos. Y el segundo, para sexto, séptimo y octavo, de mujeres y hombre hechos y derechos con un porvenir radiante por delante, ¡o al menos esa era la impresión que tenía cuando usaba el primero de ellos!.
Esos porches eran la antesala, la salita de espera, cobijo los días de lluvia y abrigo los de mucho frío, a unas puestas verdes, estas sí que eran realmente la frontera, la línea divisora. Una vez atravesadas, ya no había vuelta atrás. Pasaba mi brazo por la parte de atrás para notar el tacto pesado de mi querida mochila rosa, compañera infatigable, y comenzar un nuevo día.
Mi Cachorro empieza el Cole en septiembre. Estos días han sido los de buscar el más adecuado, la inscripción, la confirmación del definitivo. Ya me imagino a mi pequeño preparando su mochila, los desayunos rápidos y el camino a su querido Sancho Panza. ¿Qué nuevas aventuras nos esperan?.
Y tú querida mochila rosa apagado has sido mi amuleto, mi llave al pasado; estes, dónde estes te llevaré siempre sobre mis hombros, a mi espalda.
"Al levantar la vista otros niños caminaban con nosotros" ... uno de ellos era yo :)
ResponderEliminarClaro que sí!!!! y también eras uno de los del grupo de críos de la Plaza.....si es que formas parte de este blog casi desde el principio!!!
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